Esta entrada está conceptualmente relacionada con El psicópata de Jorge, donde se destaca la capacidad de los psicópatas para mantener relaciones superficiales y el papel del arrepentimiento como una adaptación evolutiva. Se sugiere que los psicópatas podrían ser más honestos consigo mismos en sus acciones. ¡Exacto! Hoy retomamos precisamente eso... ¿cuán vívida es nuestra conexión con nosotros mismos? Es sorprendente la cantidad de gente que no puede aceptar la responsabilidad de sus acciones por una incapacidad física, por miedo a Dios.
La culpa… qué fiera es. Incluso una bestia solitaria como el hombre aún encuentra excusas para sentir miedo del resto... pero no halla motivos para argumentar lógicamente y sobreponerse a sus fallos.
Es dura, ¿o no? Me avergüenza ligeramente porque me las doy de sabio roedor de las verdades, mas yo también he sido joven y le he temido a Dios. Primero os contaré una anécdota turbia, de las más sucias que tengo, y luego os proveeré un par de bellos argumentos.
Un día creí haber matado a un par de personas. No
me preguntéis como sucedió: fue una noche tormentosa, colmada de pena. Yo
estaba borracho, drogado y juguetón... me habían despertado de un desolado
letargo. Estaba listo para la acción, sin importar qué. Supe que había ido
demasiado lejos cuando empezó a llenarse todo de sangre. Honestamente, mi único
pensamiento ante los cuerpos, quizá sin vida, quizá no, era: «¿y a mí qué?».
A todo frenesí, por desgracia, le sucede el
contundente delirio de la quietud, donde las largas reflexiones se
encargan de reparar en las pretensiones de la culpa: controlarte mediante la angustia. Pero no te dice nada, no: solamente te golpea... no te habla, no te trata de convencer. Está, la angustia, tan segura de sí misma y de su poder de dominación, puesto que convence a las más voraces fieras del reino animal, que ni se molesta en presentarse como un agudo ingenio.
Estaba en la ducha… agua caliente, esponja...
—Dios, Dios, Dios… perdóname.
— ¿Qué te preocupa tanto? — dijo, desde el desagüe.
— Es que… he pecado, pues no sé si lo que he hecho va en contra de mí…
ahora no sé quién soy — sí, ese era el punto clave: «¿va en contra de mis
argumentos, realmente, este asesinato?» — ¿he tomado una terrible decisión?
Toda esa sangre… he perdido mi honor, mi respeto.
— ¿Y qué necesitas ahora? ¿Misericordia?
— Respuestas, sobre todo: ahora hay quien busca mi cabeza, pero… ¿haría bien en defenderme? Si sigo viviendo,
¿volveré a traicionarme?
— Pero, ¿en qué?
— No he sido cívico.
— Haz lo que te plazca. Ellos tampoco. Come, gana, come, gana. ¿Cuánto
hubieran vivido y cuánto vivirás? El hombre, siendo optimistas, vive hasta los
cuarenta años.
— Entonces, ¿me permitirás reflexionarlo detenidamente un par de años más?
¿Soy libre?
— Filósofo… ahora sí te estás traicionando. ¿Acaso no
sabes que mañana esto te dará completamente igual? Tú no perteneces a la tribu
de tus víctimas. Te verás sin consecuencias y, naturalmente, lo olvidarás.
Al mundano, lo propio.
Aun sí os hace gracia que ponga mis pensamientos como una teodicea, lo
cierto es que mis misivas para con Dios son muy sensatas y racionales. En primer lugar, yo
me pregunto, como humano, cuál es la raíz de mi dolor; en segundo lugar, como
conocedor de lo que es Dios (mis conocimientos trabajados mi entorno y mi
persona [, mi inspección e introspección]), propongo una postura metódica y analítica, puesto que la culpa es una herramienta de control y no tengo motivo
ninguno para ser controlado: mis objetivos vitales —que decido yo en sobriedad—
no se han visto amenazados, estoy siendo cobarde.
No hay pena que dure mil años, ni cuerpo que lo aguante: ser consciente de
los límites que tiene Dios sobre ti te ahorra el mal presente. Por mucho que,
como he dicho, naturalmente —clave, «naturalmente»— se disipe, la verdad es que
eso puede llevar mucho tiempo e incluso puede regresar. A todos, de vez en
cuando, se nos reaparecen fugazmente episodios vergonzosos. Lo menos decoroso
para un hombre debe ser siempre no poder controlarse, no atender a sus deseos auténticos, depurados —tanto en la manía como en
la depresión —, mas no hay motivo para preocuparse por lo superado. Cuando uno
entiende la culpa, casi sinónimo de vergüenza porque, al final, tienen el
mismo propósito… ¿qué poder puede tener ésta sobre uno? Más allá del impacto
repentino en el organismo, pero la razón es poderosa.
La culpa nos hace sentir a punto de morir, porque de hecho sí hemos de temer
a las consecuencias de nuestros actos. No hace falta que nos maten aún para que
entendamos que si matamos al hijo de alguien, seguramente vengan a hacer
justicia. Cuanto mayor sea el atentado contra nuestra propia vida, mayor será
la culpa. Dicho de otra manera: cuánto
más difícil sea que nos perdonen, más aguda será la culpa. La culpa es una
sensación, mientras que el conocimiento de consecuencia es una racionalización.
Es sobre la culpa, sin embargo, sobre lo que se construyen los valores y por
este motivo, abundan los vulgares y contradictorios.
«El castigo debe tener el valor de despertar en el culpable el sentimiento
de culpa […], esa reacción anímica […]. [No obstante,] los verdaderos
remordimientos de conciencia son algo extremadamente infrecuente» — F.
Nietzsche. La genealogía de la moral.
La naturaleza no hace nada absoluto, es una criatura oportunista. Si la
culpa es algo natural, todo lo que se siga de ella no será sólido. Cuánto más
viejo me hago más en la cuenta caigo: no hay razón para aferrarse a una
multitud de objetivos honorables, sobre todo si se machacan los unos a los otros. En cuanto al honor, más vale calidad que
cantidad porque quien mucho pretende poco abarca. Especializarse es algo
maravilloso en nuestra corta vida mortal. La naturaleza puede quedarse con sus
sensaciones y procreación: yo escojo otro camino, así que en lugar de dejarme
llevar, he tomado las riendas de mi vida y juego mis cartas para fallarme lo
menos posible. Otra clave: «fallarme lo menos posible». Uno debe entender que
Dios siempre gana, sea como sea, él es la banca.
«Lo subjetivo desaparece, hasta el completo olvido de sí mismo» — F.
Nietzsche. El nacimiento de la tragedia.
Un verdadero remordimiento de conciencia es, pues, la vergüenza de que, por
un momento, me haya importado tanto la muerte de un par de ratas a las que no
les importa ni su vida ni la de sus seres queridos. Tanto mejor si perecen
aquellos que atentan contra mis objetivos vitales: hoy soy un hombre mejor.