Aparecí en la sala. Era de esperar lo que venía a continuación, pues ya contaría como la milésima vez. Era el pan de cada día, trillado pero, aún así, absurdamente deseable y, de no llegar, me volvería loco. Esa mujer, madura, regia y de voz severa me preguntó si era yo, de entre todos los hombres y todas las mujeres que hubo visto en su vida, El grandísimo filósofo.
— El mismo, ¿por qué?
Me recorrió de arriba a abajo.
— Sabemos de ti — dijo sonriendo y volvió al piano —, queremos saber más de ti.
Por supuesto, siempre fui un ejemplar de referencia y nunca soporté que nadie estuviese por encima de mí. A día de hoy, sigo sin ser capaz de tolerar un ápice de grandeza, así que busco la grandeza en el ojo ajeno y la consumo.
— ¿Puedes salir del aula, Maestro? — decían las profesoras de la escuela elemental, rubias y pomposas.
— Si me requerís...
Eran siempre labores menores, pero era un gran placer salir del pupitre.
— No necesitas esa clase tanto como tus compañeros. Confiamos plenamente en ti. Jamás te olvides de nosotras.
Sin embargo, ante un conflicto con un tercero, pocas fueron las veces que tuve un trato de favor. El respeto que les profesé un día por el tratamiento excepcional que me proporcionaban, pronto se vio neutralizado.
— Un amigo que no te defiende, más de lo que a sí se defendería, no es un amigo: es una garrapata.
Si va a chuparme la sangre sin usarlo para mover un dedo, pobre de ella...
— Estás amargado, Maestro. Tienes que relajar ese cuerpo o marchitará pronto — me dicen a menudo.
— Si fueras un poco mejor que ellos, quizá yo fuere un poco más quieto. Sigo buscando todo lo que pueda en el ojo ajeno. Cuando me tenían cogido del cuello, la gente me preguntó qué tal estaba, sin quitarme a las bestias de encima. Luego se rieron, porque sabían que yo no podría ser su bestia asesina.
Pero con voluntad todo se puede.
Un día me traicionaron a sangre fría [por milésima vez, diría, si fuese olvidadizo, que no lo soy]. Era un niño chico, con los pies sucios.
Sabe Dios que me gustan los niños juguetones y por eso me los pone delante para retarme. Para cuando derramó mi sangre sobre el suelo, como un Lazarillo a su ciego, mi corazón estaba encogido y apenas algo sacó: tenía horchata ya. Había envejecido cien mil años por esa vejación, estaba espeso y ulcerado, por dentro y por fuera.
— Potro de mierda, voy a matarte.
Así que acudí a un genio de los que conozco y le pedí que cumpliese mi deseo.
— ¿Qué tengo que dar?
— Un poco de oro y mirra.
— Estupendo, Genio. Tómalo todo. Espera... un momento, ¿vas a apuñalarme por la espalda, gitano?
— No lo creo.
— Me largo.
El recelo me hizo mirar hacia atrás un par de veces mientras me iba. Se encogió de hombros.
En realidad, no todo con voluntad puede ser. Eso me carcome. Quiero ser una bestia, pero no puedo serlo en el sentido que deseo. ¿De qué manera puedo satisfacer este sueño anciano? Aún no tengo respuesta, así que sigo rugiendo ante la oportunidad. Como un animal, ante el objeto de mi deseo, rujo y muestro los dientes torpes.
Mucha palabra, pero seguimos como chimpancés. Por eso uno no debe sobreestimar al hombre, porque sólo obtuvo la palabra de casualidad...
— Dime esto: ¿quieres arrancarme la carne a bocados? — le digo en la cama.
— En cierta manera.
¿Y esto no es igual acaso con todo lo que comemos? Todo lo que es adorable cabe en nuestra boca. En la boca nos metemos todo lo que nos gusta. Por eso uno debe saber que quien no se mete nada en la boca, ni besa, no ama, y quien ha decidido dejar de comer para siempre, ya no quiere saber nada del mundo.
Quien es escrupuloso ante saliva, es escrupuloso ante el amor.
La anorexia es, de nuevo, no un trastorno alimentario, sino un trastorno social. Ya no quieres participar del mundo. No quieres masticarlo, tenerlo la parte más íntima y cercana al ser, más allá de las membranas vulnerables: el interior.
— Qué gato tan tierno — pero en mi olfato se asoma el aroma de la carne tibia, del guiso materno —, quiero crujirlo — digo, tenso.
El gato es una criatura extraordinariamente feliz para la vista, al contrario que un rinoceronte, porque incluso nuestras mandíbulas omnívoras podrían procesarlo. Buena suerte hincándole el diente a un rinoceronte. Otro ejemplo: es más habitual el gusto por los gatos que el gusto por el caballo aunque, pienso, que la predisposición por el caballo puede venir de gente práctica y resuelta, que sabe que, una vez que ya no le sirve o el estómago demanda, puede asesinarlo y meterlo en la cazuela: la posibilidad de comérselo existe. Sin embargo, ¿qué hay de la posibilidad de comerse al rinoceronte? Nula.
Por eso, estimo que menos del 0,5% de la población aprecia al rinoceronte por encima de otro animal y los animales más preciados son siempre los que pueden comerse fácilmente.
Por si tenéis curiosidad, mis animales favoritos son los de granja.
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