Me resfrié hará una semana y discurrió así:
— Qué dolor de cabeza... qué molesto picor en la nariz... esta tos...
Le pondría fin.
Acudí al cajero abriendo y cerrando la boca sospechosamente. Estaba estirando por lo rígido que tenía del lado derecho de la cara. El TMJ no me dejaba vivir, me hacía sudar más que el virus.
Le pondría fin.
En mi cabeza los flashbacks, los llantos y carcajadas en la escuela elemental... y por siempre, el dolor en mi lado derecho. Por siempre también la fealdad en mi lado izquierdo. Estaba muerto, anclado a mis vértebras, diría.
Un súbito reflejo: un abrupto recordatorio. Me miré a los ojos. Le pedí diez euros a la máquina.
— Maldito perdedor... eres patético. Eres patético y vas a aprovechar la excusa de suprimir la sintomatología para drogarte — cogí el billete.
— Bonitos guantes... cuero negro — dijo el dinero.
— Gracias. Con ellos te entregaré al destinatario.
Subí la calle.
Seguía sumándoseme ansiedad. La mandíbula tronante a cada movimiento. Aguardé en un banco del parque. Mi amigo tardó en llegar.
Como siempre, padres, niños y borrachos. Los primeros, los más indecentes. Los ebrios andaban sobrios, mas no les duraría. Faltaban dos horas para el ocaso.
Por la carretera no circulaba nada que si se estrellase montara tragedia. Las aves picaban casi mendrugos de pan. Los niños casi entendieron la diferencia entre el bien y el mal. Nosotros vivimos en una casi sociedad.
— Casi media.
— ¿Ya te la has tomado? — reaccionó.
Todo a medias.
— Tienes algo único, eh, compañera.
— Que no levanto cabeza, compañero — le tendí el billete —. Sea, goce, inviértalo bien.
— Amén.
En media hora comencé a sentirme no mejor, tampoco peor: diferente. Sangre fría corriendo por mis venas y los bostezos no crujían: punto positivo. Sí... demasiado galopando, miríada de cascos repiqueteando sobre las glías. Lago tan veloz que era imposible recuperar lo que descendía por él.
Un valle de irónica calma al final de mis pensamientos.
Mis palabras ametrallaban el diálogo. Enlazaba las cuestiones con una viveza y comedia que hacían inevitable reír.
— ¿Cómo estás?
Paré en seco.
Habíamos pasado por un par de bancos, fumando en cada uno.
Para la posteridad: no me he fumado un cigarrillo en mi vida. El tabaquismo es repulsivo. Me he metido todo lo que se me ha puesto por delante desde los dieciséis, pero ni un alma de Dios me ha visto sostener un cigarrillo. Ni siquiera ajeno. Entre arcadas, los estuve colocando en superficies seguras.
— Estoy bien, la verdad... tranquila. Gracias por acompañarme.
— Hombre, no. Para eso estamos.
Sedado, hablando sin parar pero meramente sosegada... el dolor persistía en mi corazón: la impotencia.
Me preguntaba: ¿y luego qué? ¿A dónde voy? ¿A la asociación? ¿Querrá alguien jugar al ajedrez? ¿Qué será del encargado? ¿Y las damas? Oh, ¿quizá haya audiencia dispuesta? Me gustaría hablar... ¿de qué? ¿De lo de siempre? ¿De la ineficiencia? ¿De la ira que yace en mi pecho? No podría llorar ahora, me dije, pero... mañana pagaré la deuda con el doble de lágrimas...
— ¿Qué harás por tu cumpleaños? — curioseé esperando mi invitación.
Bueno, no la esperé. La exigí:
— ¿Estoy invitada?
— Claro que sí.
¿Qué es esa invitación al lado de la historia de humanidad? Y, ¿qué es toda "nuestra" historia al lado del todo? Pues algo será, traté de consolarme, algo será.
Una oportunidad. Eso es la vida. Una sola oportunidad.
— ¡Los cabrones juegan con ella para forrarse! — espeté — ¡Y la gente les lame el culo!
La frustración se hizo resignación y el malestar se disipó, diluido en la sustancia. Ni rastro de la euforia convencional. Una calma similar a hundirse en una bañera desbordante de agua cálida. La risa repiqueteaba en mi oído sin ser abundante.
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